Capítulo 1. Música, películas, mentiras e Internet (1 de 4)
25 septiembre, 2010 Deja un comentario
«Tratando a Napster como al anticristo del copyright, la industria asegura que el vector del desarrollo tecnológico en Internet creará rápidamente una herramienta distribuida, gratis y a prueba de juicios —exactamente lo que los dueños de la propiedad intelectual quieren evitar. ¿Cómo de estúpido puedes llegar a ser?»
Scott Rosenberg en Salon.com, 2000
A poco diestro que sea en el uso de Internet, seguro que alguna vez se ha bajado alguna canción de una red P2P. De hecho, el uso de la red para descargarse música o películas es uno de los hábitos más generalizados, aceptados y extendidos entre la población, y sin duda una de las maneras más convenientes y sencillas de obtener rápidamente un contenido. Mediante la instalación de un programa completamente gratuito y sencillo, o simplemente mediante una búsqueda, cualquier usuario normal de la red puede localizar un contenido y descargarlo con total facilidad. Sin embargo, existen todavía personas que, a pesar de bajarse habitualmente y con total normalidad contenidos de la red (ellos o sus hijos), se niegan a reconocerlo en público, así como otras que directamente criminalizan uno de los comportamientos más habituales en la sociedad de hoy en día. En algunos países, como Francia o el Reino Unido, se cuestionan pilares tan básicos de la democracia como la privacidad de las comunicaciones, y se intenta obligar a compañías privadas a espiar a sus usuarios con el fin de descubrir si se bajan obras sujetas a derechos de autor. Decididamente, la interacción entre los derechos de autor y la red es una de las más violentas y contradictorias de la historia actual: la confrontación entre compañías que explotan dichos derechos y la sociedad en su conjunto es cada día más insostenible, y sin ningún lugar a dudas, vamos a vivir muchos cambios en este sentido. Pero estudiemos el tema desde su origen para intentar, de alguna manera, esclarecer los hechos.
La historia de la industria de la música se encuentra íntimamente vinculada a la de la tecnología: la música se originó en la prehistoria, en forma de canciones acompañadas rítmicamente por palmas e instrumentos de percusión. En sus orígenes, la música era un evento, algo que sucedía vinculado a un momento y lugar determinado, pero que no resultaba recogido en ningún sitio, ni codificado en modo alguno para su repetición. Sí existía la posibilidad de repetir, de memoria, sucesiones de sonidos, siempre que las condiciones y la disponibilidad de instrumentos lo permitiesen, pero cada interpretación era única: si estabas presente en ese mismo momento y lugar, podías disfrutarla. Si no, tenías que conformarte con el recuerdo que otras personas que sí estaban allí presentes podían compartir contigo. La repetición de la música estaba condicionada al recuerdo, y era sumamente frágil: la desaparición de una persona podía conllevar la pérdida de muchas obras musicales. Con la tecnología de la escritura, la música pasó a tener la posibilidad de trascender el año tiempo y el espacio: el registro más primitivo de música codificada que se conserva corresponde al año 800 a. C., y es un himno sumerio en escritura cuneiforme que quedó conservado al cocerse de forma accidental; unos invasores incendiaron el templo en el que la tabla de arcilla estaba almacenada. Hacia el año 700 a. C., aparecen en Grecia los primeros rapsodas, músicos itinerantes que vivían de interpretar música en diferentes lugares: posiblemente el primer registro histórico de la música como negocio. Un rapsoda podía, si así lo deseaba, acudir a los Juegos Pitios, precursores de las Olimpiadas, y si ganaba, recibía una corona de laurel e incrementaba su prestigio, con lo cual era llamado a tocar música en más lugares y podía incrementar su cache.
El primer registro de un artista famoso corresponde a Píndaro, que vivió entre el 522 y el 443 a. C. Sus odas componen un enorme repertorio de diecisiete libros, entre los que se encuentran himnos, lamentos, música de victoria, teatro y hasta música para bailar. Las odas de Píndaro eran pagadas por clientes que deseaban utilizarlas para motivos diversos, y su casa era visitada por sacerdotes, personajes de todo tipo y hasta reyes como Alejandro Magno. A partir de Píndaro, la música se convirtió en un fenómeno de difusión cada vez mayor, y vivir de ella suponía diferentes modelos de negocio que nos comienzan a resultar familiares: podías componer, y recibir, como Píndaro, un pago por tus obras, que podían interpretar otros. Podías interpretar, viajando de un lugar a otro, y recibir un pago por tu interpretación, contribuyendo además a la difusión de las obras. Y podías enseñar el arte de tocar instrumentos a otros que deseaban aprenderlo y te pagaban por tus lecciones, como quien enseña cualquier otra materia.
En 1506, medio siglo después de la popularización de una nueva tecnología, la imprenta de Johannes Gutenberg, aparecen registros históricos de ejemplares impresos de A Lytel Geste of Robyne Hood, el primero de los llamados broadsides o broadsheets, hojas impresas con la letra e indicaciones de la música de una canción. En 1520, un comerciante inglés vendió la fastuosa cantidad de 190 hojas de una obra, dando lugar a otro modelo de negocio: la venta de copias de partituras de música. Finalmente, en 1566, se promulgó la obligación, para cada impresor que desease hacer una tirada, de registrarse en la Stationers Company de Londres y, a partir de 1567, pagar cuatro peniques por canción. Esto se considera el origen del modelo que hoy conocemos como copyright. Este modelo, basado en la necesidad de controlar las obras impresas, estuvo vigente hasta 1709, cuando la fuerte presión social que pedía libertad de prensa se hizo efectiva. Curiosamente, el modelo de negocio en la época dorada de la Stationers Company era diferente al actual, sobre todo en cuanto a la localización del poder y el reparto del margen: desarrollado inicialmente para los libros, pero aplicado también a la música, el modelo consistía en que el autor vendía todos los derechos de su obra a cambio de un precio fijo a un impresor, el cual retenía el derecho perpetuo de explotación de la obra, incluso si esta resultaba ser enormemente popular. Las obras, de hecho, se registraban en Stationers Company con el nombre del editor, no con el del autor.
En 1877, llega otra nueva tecnología: Thomas Alva Edison fabrica el fonógrafo, la primera máquina capaz de grabar sonido. Edison, conocido como «el genio de Menlo Park», está considerado el rey de la patente. Su habilidad a la hora de industrializar la innovación fue paralela al desarrollo de su pericia para el registro de patentes, incluso de inventos, como la bombilla, que simplemente no eran suyos. Su creación, el fonógrafo, provocó la traslación del modelo de copyright de las hojas de música a los soportes de audición (cilindros primero, y discos después). El mantenimiento del modelo de copyright evolucionó en lo que conocemos actualmente, con alguna leve corrección: las compañías discográficas se encargaban de conseguir artistas de talento para llevar a cabo la producción, fabricación, comercialización y distribución de las grabaciones, y el artista obtenía un 15% del precio en mayorista de cada copia en concepto de derechos de autor. Este modelo, va familiar para nosotros, se ha llegado a complicar bastante con variaciones como los sistemas de costes recuperables, en los que un artista puede, por ejemplo, pactar el no ganar nada hasta que los ingresos de la discográfica le han permitido recuperar una gran parte de las inversiones iniciales en producción y marketing, y múltiples modelos afines sujetos a negociación.